Si, lo confieso, soy fumador, exclamaba compungido el hombrecillo en el extremo de la barra del bar.
El humo no sólo te perjudica a ti, apostillaba con entereza la mujer que estaba sentada a su lado.
Con la mirada fija en el vaso que sostenía en la mano derecha resistía, impávido e indefenso, el ataque furibundo de una clientela confabulada en no se sabe si intentando convencerlo de preservar su salud o, por el contrario, acusándolo de ser el culpable del deteriorado estado de salud de la humanidad.
El tabaco te matará y lo que es peor - intervino un tercero que seguía atento como estaban intentado salvar al pequeño hombrecillo- será una muerte dolorosa. Eres candidato a un cáncer, yo he visto morir a varios por culpa del tabaco.
Nervioso buscó afanosamente entre sus bolsillos un cigarrillo que lo relajara. Sentir, al menos, el calor del humo en su garganta. Nada, no encontró nada con lo que calmar su ansiedad. Miró desesperado a su alrededor intentado adivinar donde se encontraba la máqina que le facilitara ese momento de íntimo y oscuro placer, el alquitran que reclamaban sus pulmones y su excitado sistema nervioso.
Ayer la desguazamos, sonó la voz del camarero que se había detenido frente al grupo. Su tono delataba la profunda satisfacción, de quién había logrado hacer saber al resto de sus congéneres, a la humanidad, que él, un anónimo camarero, formaba parte de los comandos que estaban dando su merecido a esas máquinas expendedoras de muerte. Tal vez antes de acabar su jornada las cámaras de televisión se agolparían ante la puerta del bar para dar cumplido testimonio del hecho, después sería estrella de los programas de máxima audiencia, compartiría tertulia con los hombres y mujeres más famosas del país, las cadenas se pelearían por tenerlo en Salsa Rosa, Aqui hay tomate, a lo mejor hasta podría hacer una demostración en El diario de Patricia...¿quién sabe si Arnold Schwarzanegger no coprotagonizaría con él un nuevo Terminator de máquinas de tabaco?
Sin ninguna señal previa el fumador notó como su cuerpo se escurría lentamente de la silla, veía como el suelo se aproximaba, cada vez más, a su cara. Una fuerza misteriosa e irresistible lo arrastaba fatalmente. Un dolor punzante perforaba su pecho. Ahora estaba seguro, estaba pagando no haberles hecho caso a tiempo. Se hundió en un túnel negro sinsalida. Un vértigo feroz le hizo perder la conciencia, sintiéndose arrastrado a un pozo sin fondo. Caía sin detenerse, sin ser consciente, golpeando la paredes, rebotando sin cesar.
Joder, lo tenía que haber dejado antes. Ahora todos dirán: ya se lo advertimos.
Con el último rebote de su cara contra el reposapies metálico que rodeaba la barra del bar, sintió entre sus manos el agradable y cálido contacto de tantas tardes, suave, sin apenas rugosidades.
Por fin algo agradable y placentero. Tomó el objeto entre sus manos, lo amó tanto que logró desvestirlo sin apenas rozarlo, cayó el celofan y en un acto de amor inconmesurable se abrió paso hasta sus entrañas, sacó un cilindro blanco y perfumado y se lo puso entre los labios. El cigarro se encendió solo y juntos se elevaron sobre la barra del bar convertidos en una voluta blanca que revoleteó sobre las tapas y los vasos vacíos.No les dijo adios. Se escapó con su asesino, el único que aquella mañana lo había amado, temblando de placer por entre los tubos de aspiración del aire.
jueves, febrero 23, 2006
El pobrecito fumador. Parte I
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